Derribando el pasillo

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18 mayo, 2016

El presente artículo (debidamente revisado) fue publicado originalmente el 28 de noviembre de 2014 en GameReport #6 Ilustración original de Miquel Rodríguez («pollomuerto»)

A tu derecha una pared. A tu izquierda la cosa no cambia demasiado: otra idéntica fracción de muro gritando «por aquí no, aquí no hay nada, ¿no lo ves?». Sólo queda seguir. Detrás de ti yacen a cientos los desafíos superados, amontonados como chatarra en un desguace. Volver la vista atrás no te aporta demasiado, te quedas con lo aprendido. El siguiente reto te espera al frente. Y tras él muchos más, dispuestos en línea recta, ordenados bajo un estricto criterio de dificultad. Sólo queda seguir. El suelo por el que pasas queda destruido, se descompone; la memoria se libera dejando espacio para cargar el siguiente escenario, el siguiente adversario, sobrescribiendo los datos que ya no son necesarios, que han caído derrotados. Lo único que queda es seguir, sólo seguir.

Los videojuegos —dejando a un lado aquéllos enfocados estrictamente a la simulación— se componen de una serie de desafíos que, en su orden y disposición, determinan gran parte de la experiencia que percibe el usuario. Los primeros juegos domésticos dejan ejemplos muy simbólicos de las distintas maneras de enfocar esta tarea. Por ejemplo, ‘Pitfall!’ nos permitía movernos nada más arrancar tanto a derecha como a izquierda, explorando el sencillo entorno en busca de los codiciados lingotes de oro. Además, era posible atajar por las sendas subterráneas, lo que daba más libertad aún al jugador para lograr sus metas o, lo que era más habitual, para interactuar arbitrariamente y explorar inocentemente el entorno de juego. Eran tiempos en los que aquéllos que jugaban a videojuegos eran, para los desarrolladores, entes abstractos a los que era imposible escuchar y que se encontraban ante algo novedoso de lo que no tenían referencias. Poco a poco, los creadores fueron dándose cuenta de que limitar la libertad del jugador les permitía tener mayor control sobre la experiencia, dirigiéndola fácilmente. El paradigma vino en 1985 con ‘Super Mario Bros.’: Miyamoto disponía treinta y dos niveles estrictamente ordenados y trenzados mediante diseño intuitivo, controlando cada emoción hasta el más mínimo detalle, pero permitiendo saltarse las reglas al jugador que conseguía llegar más allá del límite propuesto. A partir de ese momento, los videojuegos lineales se impusieron como credo, calcando en ocasiones los aspectos más triviales del primer ‘Super Mario’ (no era tan raro encontrar juegos con ocho mundos y cuatro fases en cada uno, como ‘Adventure Island’). Los títulos que presentaban sus retos ordenados, cual prueba de nivel de escuela de idiomas, facilitaron la incorporación al medio de muchos jugadores que desistían ante la ausencia de indicaciones o la idea de acometer retos poco claros u oblicuos. Y así fue como se ganó la primera gran batalla en el camino a la consolidación del medio.

En años posteriores surgieron una serie de opciones que matizaron de algún modo la estricta linealidad de la que hacían gala muchos juegos a finales de los ochenta. ‘Mega Man’, con su pantalla inicial de selección de nivel, fue uno de los primeros en permitir al jugador elegir el orden en el que afrontar los desafíos; y ‘Metroid’, por su parte, nos dejaba abandonados a nuestra suerte en un laberinto de pasillos, donde debíamos volver una y otra vez sobre nuestros pasos como ratones de laboratorio en busca de un pedazo de queso. En realidad, la integración de los diferentes grados de libertad en la selección —o búsqueda— de retos ya predefinidos añade uno nuevo al baúl: la elección. Tomar una decisión que, en general y sin experiencias previas, no era más que mero azar o intuición, otorgando al jugador una responsabilidad que no le corresponde, despojando parcialmente al autor del control de la experiencia.

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Pero más allá del desafío y de eso intangible y colectivo que llamamos jugabilidad, los videojuegos conforman un entramado holístico de aspectos (entorno gráfico, sonido, diseño de niveles…) que son indisolubles y que lo definen como un todo. Por eso, al mismo tiempo que el jugador da tumbos hasta dar con el camino adecuado o la ruta óptima, se está fomentando la inmersión, asimilando el entorno del videojuego como algo consistente y creíble. Las diferentes rutas en ‘Metroid’, en ocasiones, llevaban a francos callejones sin salida que, si bien aportaban poco en lo jugable, proporcionaban una idea de cuán grande era Zebes, premiando además con recompensas esporádicas que incentivaban este tipo de comportamientos. De igual forma, charlar con los aldeanos en ‘Earthbound’ hasta encontrar aquél que tiene la pista clave empapaba al jugador de la historia del pueblo gracias a unos diálogos que, de otra forma, muy posiblemente pasarían inadvertidos.

Si hubo un título que llegó a entender de forma realmente extraordinaria las posibilidades que otorgaban los espacios abiertos fue ‘Monkey Island 2’. Una aventura gráfica, paradójicamente, fue la que mejor supo construir amplios entornos de juego sin que la libertad arrebatara el control de la experiencia, y lo hizo mediante en un ejercicio brillante de diseño de puzles, fusionándolos a la perfección con la narrativa y la ambientación. La obra de LucasArts ampliaba el entorno de forma dinámica, gradual, permitiendo progresar con multitud de retos al mismo tiempo sin perder nunca el control sobre lo que podía estar haciendo el jugador en cada instante, sin perderle nunca de vista. Con ejemplos como los citados, huir de la linealidad predominante permitió a los usuarios introducirse en los mundos de fantasía que tenían delante de sus pantallas, interactuando con ellos más allá de la superación de dificultades, ganando así una nueva batalla y demostrando que el medio era capaz de causar reacciones emocionales por
encima de las puramente lúdicas.

‘Super Metroid’, en 1994, y ‘Castlevania: Symphony of the Night’, en 1997, consolidaron y expandieron un método para estructurar el diseño de niveles que balanceaba de forma sencilla la libertad con el control de la experiencia por parte del desarrollador. El camino a seguir era único —quizá con algunas secciones que se podían resolver en paralelo— pero todo se distribuía espacialmente dentro de un gran mapeado, aportando sensación de volumen y permitiendo al jugador situarse dentro del entorno de juego. Un laberinto que albergara niveles más o menos estancos conectados por canales o un gran recinto central, un hub. Encontrar una puerta o un obstáculo que no se puede superar hasta más avanzada la aventura provoca que el jugador guarde el momento en su memoria para un futuro próximo, generando interés e incentivando la curiosidad. El primer ‘Metroid’, en realidad, no hacía nada demasiado distinto a lo que hizo ‘The Legend of Zelda’: tomó un entorno amplio y lo tradujo a su lenguaje combinado de salto y disparo, abriendo camino a esos metroidvanias primigenios que iban intuyendo las claves. ‘Blaster Master’, ‘Wonder Boy III: The Dragon’s Trap’ y ‘U·four·ia’ avanzaron con cautela y paso firme, y sus estructuras sorprendieron por arriesgadas y frescas, pero los más recientes ‘Cave Story’, ‘Aquaria’, ‘Insanely Twisted Shadow Planet’ o ‘Unepic’ lo adoptaron como propio con fortunas desiguales, demostrando que la explotación del truco durante décadas acabó por hacerlo evidente, predecible, y hasta cierto punto cómodo.

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Los mundos abiertos llegaron con el 3D, y con ellos toda una hilada de propuestas imaginativas y variadas. Mantener cierto control sobre lo que hacía el jugador resultaba difícil en ‘Super Mario 64’, donde los objetivos caracterizados de estrellas no impedían que el avatar del fontanero fuera en dirección contraria, ocasionalmente logrando metas pensadas para momentos posteriores. ‘Crash Bandicoot’, por su parte, redujo el escenario tridimensional a su mínima expresión, usando distintas perspectivas (progresar hacia el fondo, hacia el frente, o de forma lateral/vertical) pero conduciendo con fuerza al jugador hacia la meta, impidiendo la dispersión. El juego de Naughty Dog, en realidad, proponía lo mismo que Miyamoto en ‘Super Mario Bros.’: «el camino está aquí, no te distraigas, sólo queda seguir, seguir, seguir».

La emoción de cabalgar en campo despejado a lomos de Epona trajo una nueva dimensión a los escenarios abiertos. ‘Ocarina of Time’ no fue un mero traslado a las 3D de los mecanismos de exploración que nos habían presentado las anteriores entregas: fue una recreación concienzuda del universo Zelda a una escala verosímil, perdiendo parte del dinamismo pero extendiendo los rasgos épicos de las aventuras de Link a niveles hasta entonces inimaginables. Futuras extensiones de esta misma concepción de la libertad —aportar verosimilitud a costa del dinamismo— nos llevaron a la proliferación de los juegos de mundo abierto, en especial los sandbox, presumiendo de la extensión del territorio interactivo pese a que una gran parte de éste pudiera estar vacío de sentido y contenido. Aunque juegos de mundo abierto existen desde aquellos rolazos para PC de principios de los 80, no fue hasta rozar el cambio de siglo cuando ‘Shenmue’ puso sobre la mesa el concepto de ciudad abierta: un entorno tridimensional tan gigantesco como cotidiano, donde el jugador podía elegir constantemente entre multitud de opciones jugables, siguiendo o no la principal línea argumental propuesta. ‘Grand Theft Auto III’ hizo a Rockstar recoger el testigo como abanderado de una nueva forma de hacer juegos, de diseñar experiencias. Y tras varios intentos llegó su clímax. ‘Red Dead Redemption’ puso patas arriba el género a base de eventos aleatorios y dramas familiares, y con él a todo el mundillo. Ya no hablamos de algo minoritario: los niños de los ochenta ya eran adultos en ciernes, y las nuevas generaciones los tenían tan asimilados como antaño estaban los Scalextric y las cintas de cassette.

Sin embargo, antes de llegar a ese magnus opus la tendencia ya se había expandido a territorios que antes tenía vedados. Dolía ver un juego de bosses como ‘No More Heroes’ incrustado en una ciudad absolutamente prescindible, o cómo surgía ‘Assassin’s Creed’ bajo la idea de sumergirnos en urbes como Damasco cuando sólo proponía una serie de aburridas rutinas. La moda de los sandbox fue desvaneciéndose poco a poco, y con ella la afición a la construcción megalómana. El péndulo, inexorable una vez más, nos demostraba lo cíclico de las tendencias: llegó la era de los shooters embutidos en pasillos. Volvían las anteojeras, los muros, los «wrong way, turn back». Volvíamos a perseguir el horizonte espoleados por una gran verdad: sólo queda seguir.

Pasillo - 02

Una de las cosas que más me sorprendió del E3 de 2014 fue ver a Eiji Aonuma hablar del futuro ‘Zelda’ como un amplísimo mundo en el que podríamos llegar a cualquier punto del mapa que se nos antojara. Me resultó curioso porque decía que hasta ahora, hasta este state of the art, no era posible algo así. La tecnología permitirá, en todo caso, dotar a ese mundo de un entorno atractivo, de una buena fluidez, pero movernos libremente a cualquier punto de un escenario es algo que, obviamente, ya se podía, y lo demostró hasta el descacharrante ‘Big Rigs’. «Con tantísimo terreno por explorar y sin lindes es posible ir a cualquier sitio desde cualquier dirección», decía orgulloso Aonuma, sin explicar qué motivaciones podría tener el jugador para ir a un recóndito lugar del mapa más allá de porque puede. Si algo nos deja esta reflexión es que aún seguimos utilizando la libertad como un factor de discriminación positiva, cuando la historia nos ha demostrado que los videojuegos con un enfoque más libre no son necesariamente más valiosos, incluso cuando ésta es bien entendida. ‘Portal 2’ es un mero pasapuzles pasillero, pero su estructura y su diseño de niveles es irreprochable, y un planteamiento abierto y libre no lo habría hecho mejor. Cada juego pide su enfoque, su ambientación, su ritmo, su nivel de dificultad. Quizá es conveniente escuchar a los videojuegos antes que a nosotros mismos, a nuestros deseos o prejuicios, nuestras paredes invisibles. Si aprendemos esto, ya sólo queda lo fácil, sólo queda seguir y ver a dónde nos llevan.

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