Las tres moiras del videojuego

Neofascismo, neoliberalismo y neocolonialismo

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14 febrero, 2017

Vamos a empezar con un silogismo hipotético: si en todo resultado hay autor y mensaje en toda obra, entonces podemos postular una lógica somera: en todo autor hay mensaje. Ojo, no insinúo que el autor comulgue con el mensaje de ésta, no estamos hablando de buscar responsables, sólo quiero litigar con esta idea.

Los videojuegos no están exentos de cualidades políticas, las metas comerciales son, digamos, la primera capa, la base de la pirámide. Hacemos un flaco favor si creemos que nos conceden juguetes con los que matar el rato. El problema, por tanto, se presenta cuando ellos, los otros —autores, directores, guionistas, productores— nos tratan como un juguete. En este artículo recojo tres supuestos, videojuegos de primerísima factura, que pueden abrazar o no tres ideologías sobre las que conviene conversar.

ACTO 1. Neofascismo

«Tengo las manos manchadas de una mezcla espesa entre alquitrán y sangre coagulada. La peor parte es que no se me va, ha ido calando, poro a poro, y ahora parezco una de esas estatuas de resina negra, como las que decoran cualquier despacho con exotismo analfabeto».

Empecé a jugar ‘Mafia III’ el 1 de diciembre de 2016. Desde entonces, pedazo a pedazo, he ido ordenando el puzle. Su comienzo es vaporoso, embrutecido; se escupe en el suelo y se sobrevive a la muerte, te quemas la cara y revientas mandíbulas. Se habla de venganza a cualquier precio, de ovejas descarriadas, de policías infiltrados y contrabando de alcohol. Apenas hay mujeres en este mundo. O son putas o son hermanas. Como un Frank Miller enfebrecido, las rencillas pulposas de esta New Bordeaux no tienen pretexto: hay que matarlos a todos.

¿Quién es ese tal Lincoln Clay, huérfano de padre, veterano de Vietnam despojado de toda humanidad? El parentesco con John Rambo es evidente. Lo vestí con gafas ahumadas de aviador, chaqueta curtida, jersey cuello de cisne, rapado a navaja. Una mole marmórea, el típico segurata que nunca sonríe y que con cada puñetazo tira algún diente. Haría pulpa al Batman de Rocksteady. El videojuego de Hangar 13 me embarga en un trance homicida asqueroso. Porque bajo cada disparo a la sien hay un discurso sobre el racismo en esa América que deshace el Mississippi como un copo de nieve recién meado. Y, sobre cada discurso, un contragiro apestoso y fascista. Es decir, se justifica manipulativa y cobardemente.

‘Mafia III’ insiste en que nuestra carrera marcial está justificada

Dos nombres: William Harms y Haden Blackman. El primero ha compaginado sus años en Top Cow Productions con trabajos para Sucker Punch Productions —los dos primeros ‘InFamous’—. También pasó por DC Comics, Marvel, y finalmente acabó en Hangar 13. El segundo pasó bastantes años en LucasArts y después realizó algunas colaboraciones para Marvel, donde coincidió con el anterior. Ambos son blanquitos. Y ahora, un tercer nombre: Charles Webb, una de las mejores firmas que puedes leer sobre escritura narrativa, la persona que ha volcado dos años de su vida a dar forma al guión de ‘Mafia III’, un hombre de raza negra a quien admiro y respeto.

Sobre los créditos de apertura, la versión de Hendrix del ‘All Along the Watchtower’. Escrita por Bob Dylan en 1967, este tema está inspirado en unos versos de Isaías sobre la caída de Babel. «Desciende, hija virgen de Babilonia, y siéntate en el polvo, porque han terminado tus días de estar sentada en el trono». Una progresión de acordes desde la que mirar con distancia cómo se derrumba el viejo mundo. ¿Quiere Hangar 13 que nosotros tomemos también esa distancia virtual?

‘Mafia III’ insiste en que nuestra carrera marcial está justificada. Y Lincoln es tan racista como sus contendientes. Cada dos misiones nos recuerda que «para liberar a los hermanos» hay que romper algunos cráneos. De antepasados fueron esclavos, en cada peaje habrá un blanquito uniformado hablando de lo mal que olemos. Lincoln, otrora perrito faldero del Gobierno, promesa del este, nunca ha estado tan sometido. Porque, bajo el disfraz de hombre libre, de ángel de la muerte erigido de sus cenizas, queda un correveidile sin personalidad, alguien a quien le dicen que arranque pósters de propaganda comunista y lo hace. ¿Quién eres, Lincoln? Llevas el sello del decimosexto presidente, el bravo de Kentucky que abolió la esclavitud, pero sólo eres un juguete.

Te miro y menamoro

Durante toda la partida, la narración es presentada al estilo de ‘Cocaine Cowboys’, un falso documental de archivo policial compilado a lo largo de los años. En ‘Mafia III’ he encontrado algunas de las líneas de diálogo mejor escritas de los últimos años. Podría remontarme, incluso, a ‘Red Dead Redemption’. Mientras, la contrapartida a los botones no cambia en ningún momento. Tanto da si quieres limpiar todos los puntos del mapa, si quieres jugar media hora o si quieres ir a completar la línea argumental central. Una tempestad de cócteles molotov, ataques cargados, machetazos y comida para los cocodrilos.

Que los videojuegos repitan vértebra jugable no es nocivo. ¿Lo hace ‘Tetris’? ¿Lo hace ‘FIFA’? Con cambios en el tempo, los videojuegos modernos son todos primos hermanos. Así han salido, con el ADN viciado. Tampoco estoy pidiendo un código ético, ni tengo problemas con la glorificación del grindhouse. Es sólo que, de la New Bordeaux de Hangar 13 salgo con las botas hasta las rodillas de barro. Y, cuidado, no porque ése sea su mensaje honesto: ojalá no fueran tan timoratos con sus insinuaciones y, al menos, como un ‘Red Dead’, me dijeran a la cara que este mundo sólo puede arreglarse a tiros.

Un océano de acetato gris, el brillo de los atardeceres y la llovizna sobre los pantanos. ‘Mafia III’ está hecho con ese plástico burbujeante con el que hacen los moldes protectores. Es sólo una capa superficial, un acto de hipocresía rampante, el cliché del héroe deshumanizado transformado en monstruo para servir de contenedor bélico, el arma perfecta. La América clasista queda enterrada por un epíteto lascivo. Italianos, haitianos y sureños se reparten un pastel podrido. Líderes y lugartenientes se diluyen.

Uno menos

Si has visto ‘Érase una vez en América’ recordarás uno de los mensajes centrales de Leone: el suelo de esta nación está regado con sangre, no hay calle que no entierre tumba ni bandera que no termine arropando un cadáver, pero joder, América es bella, con o sin oportunidades, es el sueño del hombre libre, el mito de Hércules. Y sólo nos dejan contemplarla como el que va al Acuario, desde la safeline y con un guía cansino recordándonos cada dos por tres que hagamos el puto favor de no retrasar al grupo. Nosotros somos Babilonia.

ACTO 2. Neoliberalismo

«Nos sentaban el uno frente al otro. Y así cientos, miles. A veces coincidíamos mujer con mujer, a veces niños con ancianos. Sobre los raíles, algunos moqueaban o cabeceaban del sueño. Los más débiles temblaban. Al final todos acabaríamos igual, sirviendo al viejo líder: el carnicero de la sala de despiece».

Empecé a jugar a ‘Watch Dogs 2’ el 1 de diciembre de 2016. Me encantó. Una bandera arcoíris ondeaba el patio trasero donde, cinemática mediante, habíamos montado una fiesta del copón. Una bandera que el modista Gilbert Baker cosió en 1978 en defensa y representación de toda la gente gay, lesbiana, bisexual, transgénero, intersexo y queer de Kansas, su tierra natal. Me encantó su frenesí multicolor, su acento desenfadado. ¡Era la viva imagen de Spike Lee con veintiún añitos! Hasta que lo jodieron.

Marcus Holloway es un hacker de primera, haciendo méritos para que el grupo DecSec termine por reclutarlo para derribar el sistema. El país entero es una granja donde empresas privadas recopilan información de la población y trafican con ella: ¡hay que combatirlo! ¿Cómo? Haciendo lo mismo. Manipulando, extorsionando, robando y ejerciendo presión sobre las élites, los nepotistas o los mejor posicionados de esta red centralizada. De vez en cuando combatiremos el mal, pero el fondo del asunto es: ¿qué es el mal?

‘Watch Dogs 2’ plantea, como ‘Mafia III’, distintas formas de abordar cualquier situación de hackeo-control-invasión. Si el primero premia la inmediatez, la melee y recortada al pecho, el segundo se disfruta mucho más siendo una pequeña ardilla que trepa con sus gadgets, que planifica con el dron y despista con artimañas de pícaro. En todo caso, la ruleta de aumentos propone variadas opciones de juego, creatividad e inventiva. A las seis horas ya conocerás todas las fórmulas, estarás hasta el potorro de la tijera elevadora pero, mientras tanto, habrás recorrido avenidas engolosinadas de arte urbano y callejones felinos donde discutir con algún padre que no pasa la manutención a sus hijos.

Open

El juego satelital de Ubisoft habla muchos idiomas, baja las expectativas y avanza despacio hacia un camino de satisfacción lúdica. Siguen los tópicos cyberpunk de los 90, pero desde la distancia socarrona del tuitero medio, sigue el culto al selfie como templo de la existencia y la desmitificación de cualquier poder superior. Y, por seguir, siguen algunos tics de la primera entrega que son purito reciclaje por prescripción del inversor. Se revisan todas las agendas, se marca con check todas las casillas, y se nos recuerda que estamos jugando a un videojuego donde Ubisoft es una empresa un poco draconiana pero que, ¡JA!, sólo quiere que nos lo pasemos guay.

En ‘Watch Dogs 2’ se revisan todas las agendas, se marca con check todas las casillas

Y entonces emerge la acumulación efervescente, con esa mueca de bufón colocado de MDMA. Todos los compañeros de pandilla, los transeúntes que guardan dos líneas de diálogo, todos los putos zombis digitales nos instan a ser más famosos. La moneda de cambio se llaman followers. Hay que conseguirlos a toda costa, ser adorados, su visibilidad nos empoderará, encumbrará el colectivo oprimido de los que sólo tuvieron, pobres, máquinas con las que juguetear pero poco amor por recibir. Y me enerva, me emponzoña esa obsesión por escalar posiciones, por apilar, poseer, desbloquear. En ‘Watch Dogs 2’ puedes llevar un tao como artefacto estético, sólo se contempla desde la performatividad y, si se nos dice algo, es desde esa misma geometría cosmética. Una impresora 3D goza del mismo calado discursivo que una manifestación proaborto. Menos aún: el juego se sirve de la impresora para confeccionar nuestro inventario. La tecnología nos defiende, las ideas nos confunden.

San Fran

Inaugurada en 1974, la Trellick Tower es un edificio brutalista diseñado por el arquitecto Erno Goldfinger. 217 pisos de cemento visto. Este icono, escenario del Rascacielos de J.G. Ballard, sirvió de contenedor para la degeneración más perversa: atracos y violaciones en descansillos, suicidios, niños encocados y niñas en pelota picada; los periódicos de la época tuvieron a bien llamarla la «Torre del Terror». Esta torre presenta, planta a planta, los diferentes estratos sociales, la lucha de clases que se abre paso con el simple acto de escalar hasta la siguiente posición, y así, hasta el ático, el culmen sexual de lo inalcanzable, acariciar a Zeus en su Olimpo mismo. Pero nada más lejos: todo será escombros, más tarde o más temprano.

Una de las primeras misiones de ‘Watch Dogs 2’ gira en torno a dar un susto a una estrella del cine que se ha puesto a rodar mierdas por unos dólares extra. Otra va de dar un toque de atención a un mecenas de la industria farmacéutica que ha secuestrado el lanzamiento discográfico de su artista favorito. La San Francisco de ‘Watch Dogs 2’, con sus Oakland, Marin y Sillicon Valley claramente diferenciadas, sus reinados y vasallajes, es una gran torre del terror sin balconeras para salir a echar el humo. El Estado es un fantasma invisible —la policía es tonta de remate—, los mercados desaparecen tras nuestro rastro, circulan todas las etnias defendiendo poderes simplificados y, en suma, sólo apetece limpiar la interfaz, abrir el reproductor de música y dejarlo sonando, ese cosmic microwave background, el eco del Big Bang. Nosotros somos Babilonia.

ACTO 3. Neocolonialismo

«Ouga ouga ouga chaka, ouga ouga ouga chaka».

Ya hablé de terrorismo en ‘The Division’. También hablé del bucle persistencia en ‘No Man’s Sky’. Incluso de la ausencia de Dios en ‘Elite: Dangerous’. Las reverberaciones se amontonan como las huellas de un mal cazador. La industria del videojuego eclosionó en un momento donde no dependía de los ingresos por publicidad para definir su estrategia. Con la escalada ciclópea por desarrollos desorbitados, la publicidad es imprescindible para marcar el éxito. Si bien han encontrado una nueva fórmula —la primera se basaba en jugar una partida all-in durante las dos primeras semanas posteriores al lanzamiento, ahora se cultiva el desarrollo continuado, apoyando con DLC o contenido expansivo dentro de un ecosistema de juego—, esto sólo refuerza la teoría: a una exposición más duradera, una inversión más dilatada. Los ingresos se reinvierten, las necesidades son constantes. Es decir: si antes el juego se politizaba en los despachos, ahora se hace hasta en la pasarela del «cofre de monedas por 4,99 euros».

Lo decíamos al comienzo: los videojuegos no están exentos de sustrato político. Es algo que he podido observar en la beta de ‘Tom Clancy’s Ghost Recon Wildlands’: la primera misión implica droga + gobierno sudamericano. Uno se crea una suerte de mapa mental sobre lo que asociar por conveniencia: que si musulmales —siento un juego de palabras tan pobre—, que si novato igual a no cobrar, que si bollera igual a camisa y vaquero, que si facha igual a polo, vinito y fútbol. Esbozos sobre los que después deberemos vivir.

Mata bien

Si has jugado a ‘Half-Life’ lo recordarás —si no es así, salta un par de líneas más abajo—: ¿lucha el pobre Gordon Freeman contra un expolio extranjero, o simplemente está pagando las consecuencias imprudentes de sus antepasados? De aquellos barros, estos lodos. Si ojeas la periferia, la visión no individualista, los videojuegos que necesitan contentar a grandes masas (conservadoras) de población contarán con gestión de recursos, modelaje, componentes RPG (sic) y, demasiadas veces, una organización oscura que ha obtenido su poder político, social o económico, de robárselo a quienes les pertenece por Ius sanguinis.

Somos Takkar y esto es Jackass en la Edad de Piedra

‘Far Cry Primal’ empieza diciéndote que te dejes de monsergas veganas: tienes que cazar. Mala suerte, pero mata. Mata a ese elefante, a ese dientes de sable que ha dejado un rastro de sangre mágica, a ese cazador furioso, a ese antílope triste, a esa flor que te mira raro. Somos Takkar y esto es Jackass en la Edad de Piedra. Nos tocará invadir, influenciar y domeñar. En serio, ¿cuándo se van a acabar estos febriles desvaríos de ansias de poder? ¿Por qué todos los animales han de cumplir ese binomio de cazador o cazado, de presa o mascota, de beneficio o deshecho? ¿No nos damos cuenta que, bajo ese marco, la humanidad sólo se trasladaría al mismo punto de partida, a la mismísima Edad de Piedra?

Lobo

‘Mafia III’ nos engaña con el corpus coral de sus tráilers, igual que ‘Watch Dogs 2’. ‘Far Cry Primal’ al menos, en su individualismo, se deja llevar por momentos de silencio tribal que, si me preguntan, creo que le sientan de maravilla. Ya conocemos el turismo virtual y, en eso, los tres cumplen con nota. Pero, y ahora viene la moraleja, ninguno se replantea por un minuto la posibilidad de, no sé, aprender de las huellas del pasado, de los aborígenes digitales de las distintas etnias que pueblan estos videojuegos. ¿Para qué nos sirve un pluralismo visual si nos condenan a una autocracia crítica?

Cuando era niño siempre pensaba en términos abstractos para con el videojuego: ¿y si pudieras pasear por las calles de una gran ciudad, meterte dentro de sus edificios, preguntar la hora a los peatones, coger cualquier coche, o incluso llegar a una cancha de basket y echar un partido? No me juzgues; tenía cinco años y me había pasado veinte veces el ‘Wild Gunman’ de las narices. ‘Grand Theft Auto’ hizo realidad ese anhelo. ‘Shenmue’ trastornó el resto. Pero amo el sandbox. He aprendido a disfrutar con cada una de sus aristas. Soy esa persona que le dedicó un especial de doce mil palabras al génesis del género: primera, segunda y tercera parte, a la espera de cerrar la década y volcar el resto en una cuarta y quinta, como las falsas tetralogías del cine. Sí, esto último era broma. En conclusión: ésta no es una pejiguera de forero aburrido, es el anhelo por el siguiente paso, que ya va tocando.

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